Al principio se desboca descontrolado entre peñascos, sus aguas se arrojan con pasión por cascadas y barrancos, embistiendo con fuerza los surcos en las rocas, arroyando a su paso a cualquier obstáculo. La fuerza de las aguas del deshielo liberadas de su fría prisión iniciando un largo viaje al sur.
Después, el reposo de meandros de la tierra media, una corriente de continuo movimiento en pausa, la calma, el sedimento. Un viaje apacible que parece no tener fin, amplios horizontes, riberas verdeantes, un fuerte olor a vida y primavera.
Finalmente el sur, donde el río se despoja de identidad, liberando los resquicios de su vida en un ancho curso de aguas sucias. Volcando los últimos suspiros de su aliento mortecino en la inmensidad del mar. Sus aguas se pierden, se confunden, se diluyen, mueren.
Es el fin de un viaje que se inició lejos al norte, con la fuerza y la ilusión del agua nueva, que se empezó a perder en las llanuras del tránsito, entre recovecos curvos y riberas de una falso verde esperanza, un viaje que termina en estas tristes tierras del sur, aguas estancadas, corrompidas, condenadas a entregarse a la inmensidad sórdida y salada de la mar. Esas aguas liberadas de una prisión blanca y fría cuyo trágico destino tras tan largo viaje, evocan el llanto, lágrimas, agua salada, condenada a perderse también entre la muchedumbre. Un viaje que termina en este sur triste y despojado.
Lejos, muy al norte, cualquier otro frío invierno encierra entre sus carámbanos de hielo, el agua nueva de cualquier otra primavera.
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